3/11/17

Un huerto urbano no cultiva solo hortalizas sino que es sobre todo un símbolo.

LA VERDADERA TRANSICIÓN QUE VIENE, Y NOSOTROS TAN LEJOS



La distancia entre la gravedad del problema ecológico y su percepción ciudadana es uno de los abismos más desgarradores del siglo XXI. Un abismo que no es casual, sino que ha sido ideológica y culturalmente incentivado durante más de un cuarto de siglo. La Cumbre de la Tierra de 1992 inauguró una articulación sociedad-medio ambiente bajo el paraguas de un nuevo concepto, el desarrollo sostenible. Un concepto que nació explícitamente para sustituir una idea mucho más fundamentada científicamente, pero políticamente más peligrosa, que tuvo un cierto recorrido en los años setenta: los límites del crecimiento.

El desarrollo sostenible postula que se pueden armonizar la sostenibilidad ambiental y la económica, definida esta última como una actividad financieramente rentable. Desde el momento en que la preocupación por evitar la degradación de la biosfera y la acumulación capitalista se volvieron asuntos compatibles, el marketing verde se tornó una obligación. De esta forma surge, en el primer lustro de la década de los noventa, una explosión de realidades institucionales (Ministerios de Medio Ambiente), bajo unos parámetros más o menos homologados a nivel internacional y que tienen en la idea de desarrollo sostenible su espina dorsal.

Pero el desarrollo sostenible ha fracasado. En 2017 el naufragio del proyecto se ha hecho patente en el hecho de que ni un solo indicador socioecológico importante ha conocido mejora alguna tras 25 años de acción institucional impulsada bajo este marco. Al contrario: en términos globales, todos han empeorado. Que los eventos de educación ambiental que promueven nuestras instituciones sean tan insignificantes es consecuencia directa de una construcción conceptual que nació muerta. Y lo hizo al aceptar, como premisa de partida, aquella famosa línea roja de Bush padre marcó al aterrizar en Río en 1992: "El modo de vida americano no es negociable". Cuando la cuestión del sistema socioeconómico se convierte en un tabú, lo ambiental, como nos advertía Naredo, tiende que rebajarse a un lugar ceremonial y un mantra cosmético que no tiene apenas efectos sociales constatables.


Por todo ello, y como analiza Antonio Turiel, estamos profundamente incapacitados para entender que el reto ambiental por excelencia que va a enfrentar España en el próximo lustro se llama Argelia. El 50% de nuestro gas proviene del país norteafricano, y por tanto nuestra matriz energética es radicalmente dependiente del suministro constante de gas argelino. Desde el año 2014 la producción de gas del país está en declive. Y lo está por limitaciones geológicas y termodinámicas que un incremento de la inversión podrá burlar por un tiempo corto, pero no superar. Más pronto que tarde el incremento de su propio consumo interno negará a Argelia su condición de nación exportadora. Entonces, países como España y Francia deberán elegir: o transición energética nacional (con reducción de consumos) o invasión militar. Este es el calibre de los verdaderos problemas ambientales del siglo XXI.

Conectemos con el tablero de juego de la política nacional. En los últimos años se ha hecho popular la idea de que estamos en el umbral de una segunda transición española. El sistema de turnos bipartidista, afectado por el impacto de una crisis donde economía y ecología se mezclan en un círculo vicioso, ya no es capaz de gestionar con normalidad la diversidad nacional del Estado. Tampoco el descontento ciudadano provocado por los recortes, la precarización de la vida cotidiana, las expectativas de futuro frustradas o la creciente exclusión social.

Pero las turbulencias políticas de los últimos años, y las que están por venir, son solo el oleaje de superficie de la auténtica tormenta que se está gestando: el estallido de la burbuja inmobiliaria ha sido el "síntoma hispánico" del agotamiento general de un modelo económico y social que, durante siglos, se basó en la depredación de un mundo vacío. Este esquema no volverá jamás porque ahora habitamos un planeta lleno. Ante lo que se enfrenta España, Europa y la humanidad en su conjunto es a la quiebra de un modo de generar riqueza y cohesión social que ya no va a ser viable. Desde el agua hasta el clima, pasando por la energía, la pérdida de los suelos o el holocausto de biodiversidad, cualquier análisis materialista fundamentado de la realidad, que no sea ecológicamente analfabeto, concluirá algo parecido a esto: otro mundo es inevitable.

Responder a estos retos solo puede venir de la mano de una Gran Transformación. Tan grande que será parecida a la vivida por nuestras sociedades con la revolución industrial. Simplificando mucho, tres campos de tareas van a marcar nuestro futuro: necesitamos otra relación con la naturaleza, un nuevo sistema de intercambio de energía y materiales que sea sostenible y basado en recursos renovables; pero esto tendrá un recorrido corto si no viene acompañado de un modelo socioeconómico diferente para dejar de vivir en sociedades tan desiguales y que necesiten crecer para funcionar.

Por último, esto será políticamente imposible si no tiene lugar un cambio cultural, para aspirar a una vida buena más sencilla. Modelo productivo sostenible, modelo socioeconómico desenganchado del crecimiento y vivir bien con menos: este es el triple desafío de la verdadera segunda transición española. Un triple desafío que va transformar radicalmente desde nuestras costumbres hasta la forma de nuestras ciudades. Desde los sectores productivos que actuarán como locomotoras económicas hasta la idea de felicidad predominante.

Sin embargo, nada garantiza el éxito de este proceso. Al contrario. Karl Polanyi pensó que si había existido un fenómeno político con condiciones objetivas para su surgimiento, ese fue el fascismo. Su apunte cobra una actualidad insólita en un siglo XXI donde el retorno de la escasez puede incentivar el lado más monstruoso de nuestras sociedades. Y no se trata de hipótesis o política ficción. Le Pen y Trump son ya las prefiguraciones políticas de una idea terrible, pero que sintoniza bien con el nuevo escenario, y que si no lo impedimos tendrá por desgracia mucho futuro: no hay para todos.

Cuando un partido como Podemos establece como medida primera de su proyecto de país la transición energética, apunta en la dirección correcta. Pero su puntería falla al no poder asumir todavía, porque seguramente no lo puede hacer su electorado potencial, la enorme envergadura de un reto que no es solo revolucionario en lo técnico, sino también en lo social y lo cultural. Y lo es porque debe ir unido a algo tan radical que ni siquiera el socialismo real se lo quiso plantear: una reducción planificada del tamaño de nuestra actividad económica. Lo que en un sistema organizado estructuralmente como una estafa piramidal, que necesita expandirse para no derrumbarse, no se puede desligar de un enorme esfuerzo y un cierto grado de sufrimiento social que habrá que gestionar.

Bajo la amenaza de la guerra, Churchill ganó unas elecciones prometiendo sangre, sudor y lágrimas. Todavía estamos muy lejos de que nadie pueda ganar unas elecciones constituyentes prometiendo liderar la segunda transición española del único modo que puede merecer la pena: empobreciéndonos energética y materialmente para ganar en justicia social y buen vivir. Lo que pasa por repartir mucho. Pero también y más importante, por desear de otra manera. Que la gente se anticipe a los hechos consumados de las guerras que vienen como motor de la transición.

Esta es una carrera a contrarreloj en la que las ciudades del cambio juegan un papel esencial que todavía, en el ecuador de la aventura municipalista, no han sabido asumir. Son los laboratorios donde podemos ensayar una propuesta seductora de convivencia, basada en la reinvención de lo común en clave de sostenibilidad ecológica. Recuerden: un huerto urbano no cultiva solo hortalizas sino que es sobre todo un símbolo. Como decimos en Móstoles, un lugar que siembra economías, riega vínculos y cosecha otra ciudad para una vida más plena.

Emilio Santiago Muiño -eldiario.es

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