10/8/17

Construir cosas con más confianza y ambición que si tuviésemos que inventar todo

TRES PRINCIPIOS PARA SOBREVIVIR AL FUTURO

¿Qué principios rectores necesitarás, no solo para sobrevivir, sino para imaginar un futuro mejor?

Surviving the Future es una historia fruto del suelo fértil de la extraordinaria obra Lean Logic: A Dictionary for the Future and How to Survive It del fallecido David Fleming. Esta obra consta de cuatrocientas cuatro entradas de diccionario vinculadas entre sí, invitando a los lectores a escoger su propio itinerario a lo largo de su visión radical.

Shaun Chamberlin, colaborador durante muchos años de Fleming, ha seleccionado y editado una de estas narrativas potenciales para crear Sobrevivir al futuro: cultura, carnaval y capital en la secuela de la economía de mercado. El contenido, su rara perspicacia y su estilo de escritura, único y placentero, siguen siendo los de Fleming, pero se presentan en un formato de bolsillo más accesible y en una lectura convencional.

Fleming estaba convencido de que la economía de mercado no va a sobrevivir a sus defectos inherentes más allá de las primeras décadas de este siglo y que su quiebra supondrá enormes retos, pero no se mortifica por ello: “Sabemos lo que tenemos que hacer. Tenemos que construir la secuela, echar mano de la inspiración que yace dormida, como la semilla bajo la nieve.”

Presentamos a continuación un fragmento de Sobrevivir al futuro que destaca tres principios rectores útiles para imaginar una economía post-mercado. Se puede descubrir más acerca de lo que supondrá crear colectivamente un futuro post-mercado en “The 5 Rules of Lean Thinking“.


Para pensar constructivamente sobre el descenso de la economía de mercado, será útil tener en mente tres principios rectores:

1. Maneras, Actitudes

Actitudes o Maneras”, en Sobrevivir al futuro, hace referencia a tratar a las ideas con el respeto, la atención y el buen humor necesarios para escucharlas. Nos abren al encuentro con la naturaleza, entre nosotros y con nuestras mentes pensantes y nos animan a una reflexión que pueda descubrir, con el tiempo, respuestas prácticas y sorprendentes a un futuro ferozmente difícil. 
 
En este sentido, las reglas de pensamiento, la lógica informal, el juicio y una conversación razonable son reglas para unas buenas actitudes, y esta guía para pensar sobre el futuro es también un libro de buenas maneras.

El arte de reconocer la diferencia entre un argumento honesto y un fraude no goza últimamente de buena salud. Esto no supone un problema para una economía política que rebosa con las riquezas del petróleo y que se mantiene unida por el egoísmo del mercado, y donde existe la posibilidad de escoger, con muchas formas de acertar y con segundas oportunidades si te equivocas. Pero en nuestro nuevo y urgente mundo, hacerlo bien importa mucho más. Si tenemos que pensar de forma útil mediante sistemas-soluciones en el periodo crítico, el primer sistema del que hay que ser conscientes es el sistema del lenguaje: la perspicacia y autoengaño que o bien guía, o bien confunde, la forma en que pensamos.

Para una muestra de los riesgos que pueden surgir en una conversación, véase el apéndice “Herramienta de supervivencia nº 1: Cómo engañar en una discusión” en la página 183. La denominación habitual de esto es falacias, errores persistentes. Son tan comunes que a veces es difícil recordar una discusión en la que al menos uno de los participantes no haya construido su caso sobre estas fallas. El riesgo de caer en el caos y la aflicción es grande. Es mejor evitarlas o, al menos, comprenderlas.

2. Escala y presencia

Está ampliamente aceptado que un gran tamaño tiene ventajas. Se dice que es más eficiente porque se dan economías de escala: una vez has configurado las cosas para una tarea determinada, puedes conseguir mucho más con un coste y un esfuerzo extra relativamente pequeños (menores costes por unidad) y puedes seguir construyendo sobre este principio, hasta cierto punto. Y, sin embargo, los sistemas a gran escala tienen problemas, muchos de los cuales se aplican a cualquier cosa a gran escala —incluidos los animales—. Necesitan grandes cantidades de cosas (agua, combustible, materiales, información) que se deben conseguir a lo largo de grandes distancias; pueden necesitar infraestructuras complicadas; luego hay que librarse de los desechos; y necesitan complejos especialismos para hacer todo esto. Y, en el caso de una gran ciudad, hay desempoderamiento. Es como una ola: puedes subirte a ella, pero no dirigirla.

En contraste, la pequeña escala tiene sus propias economías: menores distancias de transporte, menos desechos, menos infraestructura (menores costes totales), más atención al detalle, más flexibilidad y abre el camino al empoderamiento: puedes marcar la diferencia. Por ejemplo, dada una oportunidad, las comunidades de una escala lo suficientemente pequeña como para que los individuos sientan que tienen una influencia real, pueden ser tan efectivas que el hecho de lograr lo aparentemente imposible se convierta en su pan de cada día. Personas que son anarquistas desde el punto de vista de la independencia, de una manera ordenada en cuanto a la propiedad y a la responsabilidad de sus lugares concretos, y sorprendentemente inventiva, están empezando a despertar ya de una larga transición desde la ciudad global hacia hábitats locales de una escala humana.

Esto es presencia. Se trata de redescubrir la ciudadanía, tomar parte en la vida y la creatividad de lugares amados que no podrían, sin ello, tener la esperanza de enfrentarse al futuro. Hay algo de esto en la mente de uno de los primeros defensores en la historia de lo que podríamos llamar hoy la Gran Sociedad: Pericles. En su oración fúnebre de 431 a. C. para aquellos que habían caído en el primer año de la Guerra del Peloponeso, habló de las virtudes y valores por los que luchaba Atenas. En el centro de esta cultura situaba a los ciudadanos corrientes: estos “jueces justos de los intereses públicos”, dijo, aportan “audacia y deliberación” a la política, y “ven a quien no participa en estas tareas no tanto como poco ambicioso sino como inútil”.

Este es el espíritu de nuestra era: el Movimiento de Transición, el pensamiento de carestía, el principio de coproducción, gente local que se preocupa por gente local… la idea está avanzando. Y también tenemos aquellos que no han esperado a que se inventase y se le diese un nombre a la participación local porque, de todas formas, lo han estado haciendo durante generaciones. Pero el redescubrimiento de algo tan obvio como la presencia (en este sentido de participación) no es trivial: desde los primeros días de la Revolución Industrial, y especialmente en el siglo trascurrido desde 1914, la presencia ha estado achicándose. 
Muchos de los que hubieran debido ser partícipes murieron en las trincheras y sus secuelas, mientras la cultura bélica del ordeno y mando adquiría el prestigio de una virtud pública. El Estado a gran escala, deslumbrado por sus buenas intenciones, se vio a sí mismo como proveedor y unas libertades icónicas robaron nuestra atención mientras la regulación asediaba; la competitividad económica usurpó otros estándares. Aunque la democracia ha avanzado, el papel que nosotros, los ciudadanos corrientes, hemos interpretado en la creación y mantenimiento de los lugares y comunidades en que vivimos ha disminuido. Nunca tanto ha sido decidido por tan pocos.

Y, sin embargo, a medida que este siglo maldito —saeculum maledictum— llega a su fin, podemos haber aprendido lo suficiente para aunar esfuerzos, para desarrollar ideas con brillantez y autoridad, para estar presentes, participando, invirtiendo imaginación, siendo inspirados por y llevando inspiración a los lugares en los que vivimos. 
 
Y no antes de tiempo. Estar presente es hermoso. Es amistad, es nuestro ser, es aquello para lo que sirve la vida. La ausencia hace las cosas difíciles. La tarea de reconstruir la capacidad de un lugar, su conversación y confianza, es difícil desde cualquier punto de vista, pero especialmente cuando no hay nadie en casa.

3. Distensión

Es una verdad universalmente reconocida que la competitividad es algo bueno. Es un salvavidas, en el sentido que permite que una economía salga rentable y se mantenga. Proporciona igualdad, en el sentido que permite a la gente conseguir riqueza y estatus por sus propios méritos. Y es la única forma en que una economía basada en el precio de mercado podría funcionar. Pero tiene un coste.

Una economía competitiva de mercado debe, por definición, ser tensa. El precio que cobra Juan por sus bienes se mantendrá sólo mientras los precios que cobre Pedro por los mismos bienes, en el mismo lugar, no sean más bajos. Si esto es así, Juan tendrá que reducir sus precios o se quedará fuera del negocio. Los precios por los bienes tienden por tanto a converger a un mismo nivel. Y ese nivel exige que todos los productores en el mercado sean eficientes —trabajen a tiempo completo, usen los métodos que cuesten menos y vendan tanto como puedan—. Todos los productores entienden esta necesidad. Hay poco donde escoger; lo que los distingue es lo buenos que sean haciéndolo. Es necesario innovar porque el mercado competitivo es tenso: todos los demás lo están haciendo y quien no lo hace queda rápidamente fuera del negocio.

En el futuro, no será así. Los productores no siempre querrán proporcionar sus bienes y servicios de la forma más eficiente. Pueden querer —por buenas razones locales— usar una tecnología que es más cara. Por ejemplo, podría tener sentido desde el punto de vista de una comunidad resiliente, usar menos energía, agua o materiales con el coste de tener que gastar más en trabajo. O los artesanos locales podrían ser capaces de cubrir la demanda local de bienes de larga duración a pesar de trabajar solo tres días a la semana. O los productores podrían decidir simplemente no producir la cantidad máxima, tomárselo con calma y producir de acuerdo con lo que ven como una necesidad razonable, o para la que tengan tiempo suficiente tras pasar tiempo con la familia y vecinos.

Todas estas opciones tendrían el efecto de subir el precio de los bienes proporcionados por ese productor o productora o —si otros productores hiciesen lo mismo— por la comunidad en su conjunto. En un mercado tenso no se podrían tomar estas decisiones. Si lo hiciesen, no aguantarían porque un productor que lo intentase sería rápidamente expulsado del negocio por otros que fuesen la opción más barata, eficiente y competitiva. Cualquier mercado que consiguiese mantener estas decisiones sensatas pero ineficientes debería ser distendido, y estaría siempre bajo el riesgo constante de ser bloqueado por productores competitivos que aprovechasen la oportunidad de hacer un buen negocio produciendo y vendiendo a un precio menor.

¿Cómo puede una comunidad, a pesar de todo esto, ser dueña de su propio destino en este sentido? ¿Cómo puede mantener esa condición de distensión, esto es, tener la libertad de tomar decisiones fundamentadas y mantenerlas? Bueno, aquí llegan las buenas noticias. El estado normal de los negocios, antes de la era de las grandes sociedades civiles y los intervalos entre ellas, estaba formado por economías políticas —quizás mejor conocidas en este caso como aldeas— en las que los términos en los que se intercambiaban bienes y servicios no estaban basados en el precio. Por el contrario, se construían en torno a una compleja cultura de acuerdos —obligaciones, lealtades, colaboraciones— que expresaban la naturaleza y prioridades de la comunidad y la red de relaciones y reciprocidades entre sus miembros. No, no se burlen. Esto es lo que los hogares siguen haciendo —y los amigos, vecinos, equipos de cricket, jueces, asociaciones de padres de alumnos, aquellos quienes cultivan un huerto cooperativo—; es la “economía informal” no monetaria, el núcleo central que permite que exista nuestra sociedad. Es indignante para los valores que hoy recibimos: no es transparente, es inconformista; la movilidad social es limitada; no es ni eficiente ni competitiva; está llena de anomalías. Pero hace que las cosas funcionen.

Así que volviendo a la cuestión: ¿cómo pueden conseguir las comunidades mantener una economía aparentemente tan inestable? Bueno, volvemos a la cultura. Las lealtades puras y los valores familiares llegan solo hasta cierto punto. Se necesita algo interesante, que conecte, que también vaya adelante —algo de lo que hablar, en lo que cooperar, en lo que pensar, hacia dónde ir, de lo que reírse—. Hace falta una historia que contar, algo para coordinar y hacer juntos. Una cultura es como los mimbres hacia arriba con los que empiezas a tejer un cesto, alrededor de los cuales entrelazas la textura del cesto: si no hay mimbres, no hay cesto: si no hay cultura, no hay comunidad. Es el contexto, la historia lo que identifica una comunidad y le da su existencia. Es tanto la madre como la hija del capital social. Y el capital social de una comunidad es su vida social: los vínculos de cooperación y amistad entre sus miembros. Son la cultura común y las ceremonias, la buena fe, la urbanidad y la ciudadanía, el juego, el humor y la conversación lo que crea una comunidad viva, la cooperación que construye sus instituciones. Es el ecosistema social en el que vive una cultura.

Desde que Adam Smith observó que la gente está dispuesta a llevar a cabo casi cualquier servicio para otros aunque no tenga más motivación que el egoismo comercial, ha parecido innecesario y ridículo suponer que puedan tener un papel importante motivos tan elevados como la benevolencia. Los economistas simplemente no han necesitado estos conceptos. 
Bueno, ahora sí. La economía del futuro estará benigna e inextricablemente entrelazada con el capital social —con intensos vínculos de reciprocidad— en comparación con lo cual la reducción de la economía y las relaciones sociales a las lamentables simplicidades del precio ya no podrá seguir siendo el estándar y deberá jubilarse. Ahora tiene sentido hablar de benevolencia como un concepto económico, porque la economía está en las primeras etapas de su reintegración en la comunidad, y la comunidad, en la totalidad de la naturaleza de las cosas vivas a las que pertenece. No será de los cálculos de precios impersonales del carnicero, el cervecero o el panadero de lo que esperaremos nuestra comida, sino de las obligaciones mutuas que mantienen unida a una comunidad y la benevolencia entre sus miembros.

La distensión es el espacio en el que se basa el juicio. Los primeros shocks del descenso pueden dejar poco espacio para la elección: una opción sencillamente tolerable podría ser algo bueno y podría ser lo máximo que podríamos esperar, al menos para el próximo futuro. En los asentamientos maduros que puedan seguir, sin embargo, la tiranía de las decisiones tomadas por su vinculación rígida a precios competitivos serán un viejo recuerdo. Habrá tiempo para la música.

Así pues, ¿qué nos deja por hacer Sobrevivir al futuro? Bueno, la respuesta es que se trata de un libro delgado. No tiene la última palabra. Tú, la persona lectora, estás invitada a explorar las ideas desde más de un punto de vista, a seguir las referencias, a familiarizarte con los conceptos clave, a tu propia manera. Estás invitada a participar en un relato, un relato sobre la experiencia compartida de algo descubierto, algo discutido, algo hecho.

Sobrevivir al futuro es un libro sobre la inventiva, la autoconfianza cooperativa. Heredando e inventando familias de principios capacitadores (como las reglas del ajedrez, los instrumentos de música o la gramática del lenguaje), podemos construir cosas con más confianza y ambición que si tuviésemos que inventar todo desde el principio. Es pronto para decir si Sobrevivir al futuro tendrá un lugar en estos próximos principios capacitadores. Pero puede, quizá, darnos alguno de los pequeños ladrillos que, con suerte, juicio y conversación, encajarán entre sí.

https://www.15-15-15.org/webzine/2017/08/04/tres-principios-para-sobrevivir-al-futuro/

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