4/5/17

En una época de engaño, decir la verdad es un acto revolucionario

LA IMPOSICIÓN DEL PROGRESISMO TRASNACIONAL
    Hace tiempo que el debate de ideas quedó reducido a una discusión economicista, donde todo parece estar al albur de la constatación de si ésta o aquella política nos proporcionará más o menos bienestar. El lenguaje de “bien” y “mal”, “correcto” e “incorrecto”, fue reemplazado por la expresión “la investigación muestra…”. Todo se supedita a los datos, al empirismo; en definitiva, a la demostración ‘científica’ de que, en efecto, una idea es mejor que su contraria según sus resultados agregados.

    Sin embargo, convertir la ciencia en árbitro de la política y del comportamiento humano sólo sirve para confundir las cosas. En realidad, los datos en sí no nos dicen qué camino debemos tomar. Y aunque los esfuerzos estadísticos pueden suministrar información sobre cómo funciona el mundo, tampoco nos dicen lo que debemos hacer. Para eso es necesario un marco interpretativo. Y ahí es donde empiezan los problemas, porque siempre se pueden defender correlaciones distintas. A cada estudio, a cada estadística agregada le corresponderá al menos dos interpretaciones diferentes, dos verdades contrapuestas, dependiendo del prejuicio del analista, del sesgo del investigador o de quien utilice el estudio.

    De hecho, desde la propia ONU se realiza todos los años un estudio de “La felicidad” que no es más que la suma de estadísticas agregadas donde la clave es el marco interpretativo. Así, los vectores del análisis están previamente sesgados para que esa “felicidad” sea una felicidad dependiente del gasto en políticas públicas de los gobiernos, es decir, se confunde un concepto tan amplio y complejo como es la felicidad con el bienestar material. Así, si comes bien, tienes un sistema sanitario decente, una industria ‘sostenible’ y educación pública garantizada, importará muy poco el grado de autonomía personal.


    Antes de imponer “empíricamente” la forma de prosperar, de proporcionar más y mejores oportunidades, más bienestar, deben prevalecer determinados principios fundamentales, aunque, en ocasiones, puedan parecer un freno al tan cacareado progreso, a esa adoración de la modernidad que se ha vaciado de contenido y de la que hoy solo nos queda la consigna: “ser absolutamente moderno”, aunque no sepamos realmente qué significa.

    La historia moderna está llena de sucesos tremendos que se desencadenaron precisamente por un empirismo cuyo marco interpretativo resultó catastrófico. Los momentos más terribles del siglo XX tienen un denominador común: el fin justificó los medios. La imposición de determinadas ideas, teorías e investigaciones por encima de los principios, se tradujo en atrocidades. ¿No es cierto acaso, por ejemplo, que eliminar a las personas deficientes ahorraría costes al conjunto de la sociedad?, ¿o que liquidar por la vía rápida a los ancianos que ya no pueden valerse por sí mismos supondría un alivio para las arcas del Estado y esos recursos podrían proporcionar al resto más bienestar? Es seguro que habrá estudios económicos que así lo muestren. Son ejemplos extremos, desde luego, pero una vez se prima el bienestar material por encima de derechos individuales, las líneas rojas se vuelven borrosas. Y tarde o temprano se traspasan.

    Ocurre que quienes hoy justifican el uso de cualquier medio si el fin, a su juicio, resulta beneficioso para la mayoría, si proporciona bienestar material, creen haber aprendido las lecciones del pasado, piensan que podrán imponer su visión benefactora sin desencadenar nuevos desastres. Actúan de forma sutilmente distinta, modulando su discurso, presentándose como gente biempensante, sensata, reflexiva; expertos provistos de toneladas de datos en pos del bien común. Sin embargo, cometen el mismo error que cometieron otros en el pasado: utilizan marcos de interpretación sesgados.

    La intelligentsia global es fiel reflejo de esta imparable tendencia. Como explicaba  Fernando Díaz Villanueva en un brillante artículo, en realidad no hay polarización política más allá de las meras apariencias. En un estrechísimo terreno de juego hoy coinciden la derecha, la izquierda y, también, un liberalismo entregado al economicismo que hace tiempo renunció a los principios. Muchos no dicen esta boca es mía porque es el porquero de Agamenón, y no Agamenón mismo, quien denuncia un atropello. Temen situarse fuera del marco de influencia, y que la broma les cueste la notoriedad o algún privilegio. Solo subsiste el liberalismo economicista, el de los datos y los números, pero no el que proporcionó a Occidente unos firmes anclajes que lo diferenciaron del resto del mundo. Los ‘hombres buenos’ no comprenden –o no quieren comprender– que si ellos no toman la colina sobre la que llueven las balas, tarde o temprano otros la tomarán con sus peligrosas ideas.

    Al ciudadano corriente le puede parecer que aún hay ideologías contrapuestas gracias a los debates en políticas finalistas que los medios difunden, por ejemplo, respecto de los sistemas de pensiones, los servicios públicos, la mayor o menor regulación de los mercados, el mayor o menor gasto del Estado… pero es un espejismo. Lo que se impone es un ‘mainstream’, un progresismo trasnacional, que se ha arrogado la facultad de decidir lo que está bien y lo que está mal, lo que es correcto y lo que es incorrecto, lo que es moral o inmoral… en función de datos y marcos de interpretación interesados y cambiantes. Para colmo de males, una parte de la sociedad se ha infantilizado hasta extremos inauditos, renunciando a la libertad y responsabilidad individual. Y desde ese infantilismo, que tiene la piel muy fina y solo ve agravios, hasta el totalitarismo no hay ni medio paso.

    No es de extrañar, por tanto, que valores que antes eran muy valiosos, como la responsabilidad individual, un hombre, un voto, o la igualdad ante la ley, desaparezcan en favor de una justicia cósmica que los políticos y polítólogos con sus estadísticas agregadas construyen cada día. O que defender algo tan básico como la autonomía personal se convierta en un ejercicio propio de gente peligrosa a la que hay que cerrar la boca.

    George Orwell le atribuyen haber dicho que en una época de engaño universal, decir la verdad es un acto revolucionario. Sea o no suyo el aserto, urge ponerlo al día, porque en estos tiempos, no ya decir la verdad, sino simplemente pensarla es un acto revolucionario.



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